Capítulo 5 Una de cal y otra de arena.

Y enmendé y superé muchas cosas en la vida, menos la galopante artrosis que se presentó prematura cuando rondaba los cuarenta, y me tuvo menguado hasta el final de mis días. Convendrán conmigo los que la padecen -y a los que no les informo-, que siendo como dicen los médicos una enfermedad de momento incurable, lo mejor que uno puede hacer, es resignarse a sufrirla de manera digna y consciente, no andar quejándose día sí día también, y confiar en que la ciencia se apresure y haga pronto efectivas las tan anunciadas técnicas de regeneración por medio de células madre, o la impresión de tejidos 3D. Pero por el momento toca joderse. Como yo me jodí acostumbrándome al dolor y adaptándome como pude a las limitaciones de movilidad que gradualmente se fueron presentando y terminaron por obligarme a andar con bastón.

En la ciudad hacía un calor sofocante que los barceloneses, acostumbrados a los rigores del estío mediterráneo, soportábamos con estoicismo duchándonos unas cuantas veces al día, refugiándonos en nuestras casas o en locales públicos con el aire acondicionado a toda pastilla, o pasando el día en la playa, bajo una sombrilla, metiéndonos en el agua cada dos por tres.

Sin ningún tipo de fundamento científico ni tampoco médico, más por la necesidad de creer que mi artrosis tenía remedio, que por conocimiento objetivo, se me había metido en la cabeza que los baños de mar me favorecían, me aliviaban el dolor y me procuraban un bienestar que sólo la playa me podía ofrecer. Por contra, la Despe, pensaba que las constantes propuestas que desde junio hasta septiembre le hacía para ir a bañarnos, respondían sin lugar a dudas a mi voyeurismo compulsivo y a las delirantes expectativas que me creaba, pensando que algún día podría pillar en la playa. No le faltaba razón, tengo que reconocer que lo de la artrosis era más una excusa que una razón, y que por más que lo intenté, nunca en mi vida ligué en la playa. Pero a mí me daba igual lo que pensara ella y cada vez que se lo proponía,  justificaba mi ofrecimiento basándome exclusivamente en motivos terapéuticos. Así que aquel domingo por la mañana, mientras ella desayunaba se lo volví a preguntar.

– Qué Despe, hoy sí que sí ¿verdad? – Le inquirí mientras se limpiaba con el papel de cocina, los restos de madalena mojada en café con leche que le chorreaban por la comisura de los labios.

– ¿Qué sí, qué sí, qué?- me contestó después de tragar.

– Que sí que vamos a la playa ¿no? Ya sabes lo bueno que es para la artrosis y lo bien que nos lo pasamos juntos los dos.

– ¿Qué nos lo pasamos bien dices? ¿Pero qué te has tomado? Por lo menos hace veinte años que no pasamos siquiera un minuto agradable. Ya sabes que estamos juntos por puro interés: yo porque no tengo dónde caerme muerta y tú porque con la artrosis que tienes, apenas te mantienes en pie. Lo nuestro es un acuerdo tácito, Tito, un matrimonio de conveniencia. Otra cosa es que, más mal que bien, algo de compañía nos hacemos, pero pasarlo bien, lo que se dice pasarlo bien, ni en sueños, chato.

– Pues por eso Despe, deberíamos darnos otra oportunidad y reenamorarnos, pero para eso tenemos que poner cada uno de nuestra parte. Dicen que es aconsejable que se intente en entornos apropiados y la playa de la Barceloneta es un lugar inmejorable. Además, hace un calor que te cagas.

– ¿Y a ti qué te hace pensar que yo tengo ganas de reenamorarme de ti so merluzo?

– Se adivina en tu mirada.  Yo sé que en el fondo ardes en deseos de revivir los tiempos en que tú y yo éramos una misma cosa, en los que susurrándonos palabras de amor y magreándonos hasta la escocedura, congelábamos los atardeceres en el rompeolas, eternizando cada minuto y cada segundo, para perpetuar el tesoro más grande que dos personas puedan poseer: El amor; aquel amor infinito al que instantes después de conocernos, nos abandonamos tú y yo sin reticencias ni condiciones y nos convirtió en cómplices de por vida. Me viene a la memoria aquel día que…

– Vale, vale ya te acompaño-.  Me dijo mientras metía la taza vacía en el lavaplatos, – pero antes, tendremos que pasar por el Corte Inglés que me quiero comprar un biquini.

– No hace falta mujer, ¿Por qué no te pones aquel triquini  gris que te regalé cuando fuimos de crucero por el Delta de Ebro? Te quedaba muy bien. Aún recuerdo cómo se fijaban en ti todos los cruceristas mientras cenábamos mejillones a la marinera en la cubierta de popa. Había que ver el ruido que hacías sorbiendo la salsa directamente de la cazuela de barro, ji ji ji, ja ja ja. Estabas encantadora Despe…

– A ver besuguín, el bañador me lo regalaste hace ya cinco años. El gris no es color de verano. El triquini ya no está de moda y no es verdad que me quedase tan bien: me realzaba demasiado el busto y los pezones se me quedaban mirando a Cuenca. ¿Tanto te cuesta pasar un momento por el Corte Inglés?

– Es que no va a ser un momento, Despe. Si pasamos por el Corte Inglés se nos hace de noche. Anda mujer, hagámonos un par de bocatas, pillémonos una gaseosa de litro y medio y vayámonos directamente a la Barceloneta, no me putees.

Cuando a la Despe se le ponía algo entre ceja y ceja no había manera de quitárselo de la cabeza. Era tozuda con ganas. La particular manera que tenía de imponer su criterio, consistía en darle a uno la espalda, cruzar los brazos por encima del pecho y pronunciar una sola palabra que sintetizaba lo que ella decidía que era verdad o había que hacer. Nunca atendía a razones.

– Cor-teing-glés- Fue lo que dijo en aquella ocasión- glés, glés, glés.- Continuó repitiendo  por si no me había quedado claro que, o íbamos al Corte Inglés o me quedaba sin playa.

– Vale, vale vale. Pues vayamos al Corte Inglés, compremos tu dichoso biquini y dirijámonos prestos hacia la costa. Venga no perdamos más tiempo. Cúrrate los bocatas que yo voy preparando la sombrilla, las toallas y el protector solar. Me llevaré también las aletas y las gafas de bucear, nunca se sabe, a lo mejor con suerte podría pescar algún pulpo.

– Tito.

– Que.

– Relájate, no creo que sea buena idea que te pongas a hacer pesca submarina a tus 87 años. No aguantarías ni la primera apnea. Mejor te olvidas de los pulpos y te quedas en la orilla comiendo el bocata, bebiendo gaseosa y haciendo castillos de arena. Por cierto ¿de qué lo quieres el bocata?

– De pulpo.

– Dios que cruz… Te lo haré de paté en pan de molde, así lo masticas mejor y no te atragantas.

– Vale pues de paté.

Y así fue como al cabo de cuatro horas y media llegamos a la playa de la Barceloneta, habiendo pasado por El Corte Inglés y habiendo comprado un biquini estampado con motivos marineros, entre los que se podía distinguir un ancla de tres brazos, dos estrellas de mar, un flotador de socorrista blanco con una franja naranja y una lata de berberechos a medio abrir. Era feo con ganas, pero estaba muy bien de precio y a la Despe le encantó.

Como siempre en verano, la playa estaba abarrotada de gente. El único sitio que encontramos para extender las toallas y plantar la sombrilla, fue un minúsculo espacio que había detrás de las hamacas de pago, entre la torre de vigilancia del socorrista y el chiringuito de helados, mojitos y paellas precocinadas. Mientras la Despe se despojaba del pareo que cubría su horrendo biquini, yo terminé de fijar la sombrilla en la arena, me quité los bermudas, me calcé los pies de pato y me fui andando de espaldas hasta la orilla, sorteando como pude cuerpos y cuerpos y más cuerpos de gente, untados en aceites de coco, aloe vera o lima-limón.

– Ciao, Don Tiiito, come stai? Che bello rivederlo. Cosa fai a la Barceloneta?- Oí que me gritaban de lejos.

– ¡Hostia señorita Gigliola, qué agradable sorpresa! ¿Qué hace usted por aquí? – Fue lo único que se me ocurrió decir cuando la vi, espléndida ella en topless con su melena rubia recogida en un moño.

– Pues ya ve Don Tito, aquí refrescándome un poco. Hace tanto calor en la casa, que apetece más darse un baño en el mar que andar por el piso en ropa interior ¿No le parece? – me contestó  perfilando en su rostro una expresión connivente.

–  Je je sí, un bañito en el mar, claro, un bañito en el mar-.

Desde hacía ya algún tiempo, Gigliola y yo, habíamos establecido una particular relación de simbiosis que nos complementaba a la perfección y nos permitía dar rienda suelta a ciertas fantasías secretas, que si bien a nosotros nos parecían normales, no estaban en cambio bien vistas por la sociedad. Eran parafilias estándar, nada del otro mundo ni de lo que hubiera que avergonzarse, pero el hecho de compartir los dos el secreto de que a ella le gustara mostrarse y a mí me encantara mirar, nos excitaba extraordinariamente y reforzaba los vínculos de nuestra incipiente y recíproca devoción clandestina. La cosa funcionaba de la siguiente manera: Cada mañana, cuando la Despe se iba a comprar, yo me iba a la sala de estar, cogía la jaula de la cotorra y la colgaba en el tendedero de la galería.  Tal como la colgaba, Adelita  (que así se llamaba la cotorra), avisaba a Gigliola de que tenía vía libre para empezar su show,  repitiendo tres veces seguidas el santo y seña que habíamos pactado. “Ciao Gigliola, il padrino è preparato, Ciao Gigliola, il padrino è preparato, Ciao Gigliola, il padrino è preparato” Tres veces, sí. Acto seguido, un servidor, sabedor de que ella se ponía en marcha y en breve empezaría la función, me quitaba los pantalones, los colgaba en el galán de noche y me subía a la taza del váter del aseo pequeño, para observar por la diminuta ventana que daba al patio de vecinos, los pases en ropa interior con los que me obsequiaría Gigliola, durante los veinte minutos siguientes. Empezaba con un vulgar pijama de punto que, inmediatamente substituía por un camisón transparente de encaje. A continuación, se paseaba con un salto de cama de satén de algodón a conjunto con medias de licra de estampado floral,  y terminaba el primer bloque antes del descanso, con varios modelos vintage  compuestos de medias de costura trasera y ligueros a juego. Después de la media parte que solía durar unos cinco minutos, reanudaba el desfile con ropa íntima de temporada de las conocidas casas Intimissimi  y Calzedonia; dos marcas que según ella sostenía, tenían muy buena relación calidad precio y de ahí la gran popularidad que habían alcanzado entre el colectivo de chicas más jóvenes. La apoteosis final, consistía en un último pase envuelta en una toalla de baño que, en un momento dado fingía que se le soltaba y dejaba caer despreocupadamente al suelo, quedando en pelota picada delante de la ventana. Momento en el que me miraba, sonreía tímidamente y tapándose con las manos sus partes, hacía una gran reverencia esperando mi aplauso y los bravos que, por supuesto, de inmediato yo hacía efectivos. Por último, entraba de nuevo Adelita en escena anunciando el final del espectáculo, conminándonos a los dos a retomar nuestros quehaceres diarios: “la funzione è finita Ora per lavorare, la funzione è finita Ora per lavorare, la funzione è finita Ora per lavorare” Sí, tres veces también.

– He venido a la playa con unos amigos- Se apresuró a informarme Gigliola – Pero la verdad es que me aburren bastante: sólo hacen que beber cerveza, hablar de trivialidades y contar chistes malos. No son nada cultivados ni tienen parafilias interesantes como tenemos nosotros. Si le apetece, Don Tito, podríamos alquilar un patín a pedales y alejarnos un poco de la playa. Estaremos un rato tranquilos bañándonos y charlando de nuestras cosas, ya sabe ji, ji, ji… Pago yo, por supuesto- .Y sin darme tiempo a reaccionar, me cogió de la mano, me sentó en el primer patín que encontró y lo arrastró por la arena hasta el agua.

– Zarpamos Almirante Tito- Dijo mientras se sentaba a mi lado y empezaba a pedalear. – Dejamos el continente para descubrir nuevas tierras. Pedalee con fuerza que hay mar de fondo y tenemos el viento en contra. ¡Vamos, dele fuerte Don Tito!-  me exhortaba alborozada- Pero claro, a mi edad, con el calor que hacía y sin nada en el estómago, me costaba un huevo hacer el más mínimo esfuerzo. Aparte de que, les digo una cosa: ¿Alguno de ustedes ha probado alguna vez a pedalear con las aletas de bucear puestas?  Pues eso…Así que me relajé, dejé que fuera ella sola la que impulsara el patín y me limité a apoyar los pies en los pedales sin hacer fuerza, pero poniendo cara de esfuerzo.

Habían pasado casi dos horas desde que habíamos  zarpado de la Barceloneta, y en todo este rato hubo tiempo para todo. También de quedarnos dormidos y abrasarnos la piel. Nos despertó el tremendo pitido de la sirena del Ferry de la Transmediterránea que se aproximaba a toda velocidad, directo a nuestro patín. Al ver el barco tan pegado a nosotros, de inmediato  nos dimos cuenta del destino fatal que nos aguardaba: Imposible salvarse, el barco nos arrollaría en pocos segundos y daba igual lo que hiciéramos porque nada cambiaría nada: el desenlace sólo podía ser uno.

No mediamos palabra alguna. Con una sola mirada nos bastó para entender, que lo mejor que podíamos hacer, era dotar de majestuosidad a la inminente tragedia, añadiendo aquel plus de romanticismo que tanto aprecian los periodistas, y al que les encanta recurrir cuando informan de una desgracia. Para ello, nos dirigimos a la proa del patín, nos cogimos de las manos y nos empezamos a morrear apasionadamente esperando la inevitable colisión.

Que si bien se produjo, lo hizo con el patín sin tripulación, puesto que instantes antes del choque – nos contó el socorrista de la Cruz roja después hacernos las primeras curas de urgencia-, emergieron del fondo del mar, dos preciosos delfines de brillante piel gris, que trazando en el aire sendos círculos simétricos, nos tiraron al agua de un empujón para recogernos después y conducirnos  hasta la orilla montados sobre sus espaldas, o dorsos, o lomos o como se llame lo que tengan los delfines detrás para que se monte la gente.

Al salir de la caseta de socorro,  el corrillo de morbosos  que se había acercado a mirar, viendo que salíamos sanos y salvos por nuestro propio pie, nos hizo el pasillo y se puso a aplaudir.  Y nosotros, para corresponderles,  les saludamos chocando los cinco a los que estaban más cerca, y al resto agitando los pies de pato que ya me había sacado y tenía en la mano. Al final del pasillo me esperaba la Despe de pie, mirándome fijamente  con los brazos en jarras y cara de pocos amigos.

– Anda pasa “pallá” – me dijo- Ve a comerte el bocadillo y no me dirijas la palabra en lo que queda de tarde. Ya hablaremos cuando lleguemos a casa.

De golpe, mi dicha se convirtió en desdicha. La felicidad  que albergaba de saberme con vida habiendo estado en un tris de la muerte, se esfumó tal como había llegado, para dar paso al pavor a la bronca que me esperaba en casa y a los subsiguientes días en los que la Despe y yo, apenas nos dirigiríamos la palabra.  Así son las cosas, pensé: una de cal y otra de arena.

Y mientras me comía el bocadillo de paté bajo la sombrilla, reflexionaba sobre lo que acababa de suceder: Me preguntaba, cuál era la razón por la que la vida te brinda inesperados momentos de gloria y acto seguido te sume en la realidad anodina. Una de cal y otra de arena me repetía a mí mismo. Y de pronto, comprendí que había sido así desde siempre y así sería para siempre. Porque lo bueno no puede existir sin lo malo, ni lo malo sin lo bueno, y a lo mejor, de lo que se trata en la vida es de saber disfrutar de lo bueno y dejar que pase  lo malo. Una de cal y otra de arena seguía pensando.

Terminé de comerme el bocata y mientras me ponía los bermudas y metía en bolsa de playa las aletas y las toallas, se me antojó que en realidad, nunca nada es tan malo, ni tampoco tan bueno, como creemos que es cuando pasa. Que todo es relativo y puede que sea cierto que el tiempo pone cada cosa en su sitio. Que nada es permanente, que todo es circunstancial. Cogí la bolsa, cargué la sombrilla sobre mi hombro y empecé a caminar por la arena, evaluando si lo bueno sería la cal y lo malo la arena, o viceversa.

Capítulo 6. Bocadillo vegetal, calzoncillos de rayón.

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