Capítulo 2 Lo primero que recuerdo.

Nunca nadie ha quedado traumatizado por algún suceso bueno. Los traumas, por definición, se manifiestan a partir de malas experiencias y se incorporan a perpetuidad en la esencia de uno mismo: son crónicos. Pasarte la vida intentando desterrarlos, enclaustrarlos en el fondo de tu cerebro confinándolos al olvido, o aprovecharlos para sacarles un partido equiparable o superior a la cantidad de tiempo que te han hecho perder en la vida, de cada uno depende.

Seguramente sería un  domingo o un día festivo. En el comedor, mis padres, mis abuelos y puede que algún que otro allegado, charlaban animadamente durante la sobremesa. Me habían puesto a dormir en la cuna; en la habitación del fondo del pasillo, con la luz apagada y las persianas bajadas.

 A través de la puerta entornada, una franja de luz natural, plagada de motas de polvo bailando la perpetua danza del caos, me confirmaba, como cada vez que la veía, que me habían dejado  solo otra vez; en la habitación del fondo del pasillo, con la luz apagada, con las persianas bajadas.

El piso donde viví de pequeño era muy grande, o a mí me lo parecía. Lo cruzaba de punta a punta un largo pasillo (para mi gusto algo estrecho y oscuro), que distribuía  las estancias desde el recibidor. Entrando a la derecha, en las habitaciones que daban a la parte interior del edificio, había dos dormitorios, un pequeño cuarto de baño y una salita polivalente bautizada con dos nombres diferentes que revelaban sus usos. La llamábamos el cuarto del piano, o el despacho: el despacho de mi padre. Que fuera polivalente, significaba que en ella se tocaba el piano y  también trabajaba o estudiaba mi padre (que ya de  mayor, se sacó un master, un doctorado o algún título superior que ahora mismo no recuerdo, que le sirvió para ascender en el trabajo cobrando un sueldecito arreglado, y nos permitía a  la familia vivir con cierta holgura económica, aunque no con un tren de vida opulento).  Se utilizaba para las dos cosas, decía, aunque por razones obvias, nunca las dos a la vez.

Entrando a la izquierda, la primera habitación era el cuarto de planchar. Después venía la cocina y el office y en frente otro baño más grande. El pasillo terminaba en un  espacioso  comedor con grandes ventanales que daban a una terraza y a otra amplia estancia que, de haber sido yo el arquitecto, me la hubiera ahorrado porque ya había espacio de sobra y tampoco tenía mucho sentido. Pero ya que estaba, mis padres decidieron acondicionarla como dormitorio para las niñas; yo también hubiera hecho lo mismo, si además de dos varones, hubiera tenido tres hijas: cinco mequetrefes que estuvimos dando la bulla hasta bien pasada la adolescencia y  obligando a mis padres a multiplicarse para proporcionar a cada uno la atención que requería. Es lo que tuvo ser padre en  los años sesenta y setenta, la época del baby boom, en la que rara era la familia que no tenía como mínimo tres hijos.

A diferencia de los pisos de más categoría (los que las inmobiliarias anunciaban como de alto standing), el suelo del nuestro no era de parqué sino de baldosas. De un horrible alicatado muy al uso en la Barcelona de la época, de un color indefinido entre el marrón y el naranja (el color más raro que vi en toda mi vida), maculado con formas blancas difuminadas, semejantes a estratocúmulos. Con un poco de imaginación, si bajabas la vista y recorrías con la mirada las losetas del piso, siempre terminabas descubriendo caras o formas de cosas; igual que cuando estás en el campo, te estiras en la hierba  mirando hacia al cielo y observas con detenimiento las nubes. Hoy a este tipo de suelo se le llama vintage y el valor que le atribuyen los que lo aprecian, es directamente proporcional a la exquisita vulgaridad que ostentan. No es que las baldosas fueran y sigan siendo feas,  sino lo siguiente.

De manera que repartidos por el suelo de la casa, tenía mis rincones favoritos en los que habitaban personajes que sólo yo reconocía y con los que mantuve un estrecho vínculo hasta que cumplí los diez años; los que pasé en la vivienda. Especialmente entrañable, era la relación que mantenía con una de esas caras medio desfiguradas que había  al lado de la bañera; en la esquina inferior derecha según se miraba desde el retrete. A menudo, los largos ratos que me pasaba sentado en la taza del váter, recurría a ella para contarle las vicisitudes del día: mis preocupaciones, mis logros, mis planes de futuro… Aquella  relación unívoca me reconfortaba; me tranquilizaba tener la certeza, de que siempre encontraría aquel rostro en el mismo lugar, dispuesto a escucharme: sólo a escucharme y no rebatirme ni darme lecciones de nada. Con aquella cara que sabía más cosas de mí que cualquiera de mis amigos del cole o de mis familiares más allegados, volví a coincidir muchos años más tarde visitando el museo del Prado en Madrid, mientras contemplaba el cuadro de Goya “Saturno devorando a su hijo”. Me dio un vuelco el corazón, al detenerme delante de aquel lienzo de la época negra del pintor aragonés, y estoy convencido de que Saturno respondió a mi saludo cuando le dije en voz baja “vaya, ¿tú por aquí? ¡Cuánto tiempo si vernos!”

Pero el día que me pusieron a dormir en la cuna, en la habitación oscura del fondo del pasillo, aún no había llegado la hora de ponerme en pie y andar sobre aquel horrible suelo vintage. No tendría más de seis meses y el recuerdo de lo que allí sucedió, me acompañó hasta la muerte.

La situación era grave: me estaba asfixiando. Tendido boca arriba, mi actividad se reducía a mover compulsivamente piernas y brazos, abrir y cerrar arrítmicamente  las manos, y sacudir de lado a lado la cabeza pringando por turnos mis tiernas mejillas del vómito que encharcaba mi almohada: de la leche agriada que poco antes había mamado y mi estómago se negaba a digerir.

Estaba bañado en sudor. El reflujo de aquella asquerosa cuajada, me provocaba continuas arcadas que contraían de golpe, sin ninguna excepción, cada uno de los músculos que conformaban mi cuerpo.

Persistían los calambres. Arremetían con violencia uno tras otro dejándome en suspenso: sin poder de reacción, con la espalda arqueada hacia atrás y la cabeza colgando de lado recostada en el hombro.

Con suerte, antes de la siguiente embestida, me habría dado tiempo a escupir el líquido viscoso que anegaba mi boca y taponaba mi laringe. Pero si no la tenía, el vómito permanecería estancado bloqueándome la tráquea, sin dejarme respirar. No era yo quien decidía, sino mis actos reflejos. De ellos, dependía mi vida.

La evidencia recurrente que me acercaba al colapso a marchas forzadas, se manifestaba cada vez con más ímpetu. Como si cada nuevo embate, me asaltara con la fuerza acumulada que el anterior me había robado y lo capacitara para acrecentar aún más mi congoja, prolongar las convulsiones y aumentar el dolor hasta dejarme abatido.

Estaba extenuado. Aun así, era urgente que me diera la vuelta, me pusiera boca abajo, eructara y devolviera todo lo que había deglutido para volver a respirar normalmente. Pero me fallaban las fuerzas, estaba muy debilitado y no controlaba mi cuerpo. De no haber sido un bebé, habría comprendido al instante que la muerte me acosaba y la tenía muy cerca. Pero no tenía consciencia de ello, no sabía razonar, sólo sufría.

Necesitaba gritar, llorar o llamar la atención de la manera que fuera para que alguien viniera a auxiliarme; para que terminara con la espantosa agonía en la que me encontraba atrapado y  me liberara  de aquella angustia infinita, del horror de morir asfixiado.

Pero se diría que por algún motivo cruel que siempre escapó a mi razón, alguien o algo me estaba sometiendo a una prueba: evaluaba los límites de mi resistencia para saber hasta dónde era capaz de aguantar. Como si fuera una  prueba de acceso a la vida, un proceso selectivo. La prueba de fuego que me inmunizaba, y me  facultaba para afrontar con garantías las dificultades que me deparaba la vida. Pero también, para adquirir los compromisos que  ya estaban programados desde el día en que nací.

El fétido olor agridulce que impregnaba la alcoba, fue el penúltimo recuerdo del primer recuerdo de mi vida. El último, fue el sonido cadencioso de unos pasos que se acercaban por el estrecho y oscuro pasillo. Este recuerdo, me acompañó mi vida longeva y el motivo por el que pude contarlo aunque nunca lo hice, sólo lo comprendí el día que abandoné éste mundo. Vuestro mundo, al que ya no pertenezco y al que nunca volveré.

Capítulo 3 «Nochebuena de 2051 Cómo me fui».

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