Capítulo 7 Despe, me voy

Años antes de que intimara con las señoritas Kundalini y Gigliola, mi profesora de yoga y vecina de rellano respectivamente, las relaciones entre la Despe y yo ya eran malas: vacuas, insulsas y rotundamente decepcionantes.  Los tres únicos motivos que sustentaban nuestra convivencia eran por este orden, el económico, el temor a la soledad (al desamparo para ser más exactos), y por último la inercia.

Dormíamos en habitaciones separadas, comíamos a horas diferentes y hablábamos lo justo para constatar que, aunque muy a pesar nuestro pero por las mismas razones, yo necesitaba de ella y ella de mí.

Cierto es que hubo un día en que nos quisimos. También lo es que el amor duró bastante. Pero no es menos cierto que después de unos años, el querernos se convirtió en costumbre y la costumbre en rutina, hasta que llegó un punto de no retorno en el que por pura conveniencia, preferimos seguir viviendo juntos a pesar de la mutua aversión. En el fondo era puro egoísmo: nos tranquilizaba saber que si a uno de le daba un vahído o resbalaba en la ducha, el otro avisaría a una ambulancia o apretaría el botón de socorro de los servicios de teleasistencia. Bien mirado eran razones de peso. Nunca lo hablamos abiertamente, pero estoy convencido de que cada cual por su parte había reflexionado sobre ello y convergíamos en lo mismo: aquella forma de coexistir, no tan solo era la menos mala para los dos, sino la única viable dadas las adversas circunstancias y los pocos años que nos quedaban de vida.

  No era infrecuente, que con cualquier pretexto confuso que ni siquiera nos esforzábamos en legitimar, cuando la gota estaba a punto de colmar el vaso, nos separáramos un tiempo para mitigar asperezas, amortiguar resentimientos, y regresar al redil al cabo de un tiempo con energías renovadas, y el coraje suficiente para mantener aquel acuerdo tácito que nos mantenía vinculados. Vivir bajo el mismo techo ─los dos lo sabíamos─, suponía sin lugar a dudas el mejor salvoconducto para evitar la residencia de ancianos.

 Hacía ya algunas semanas que nuestra relación iba de mal en peor y nuestro ciclo había alcanzado su punto más álgido. Tocaba airearse, poner distancia de por medio y liberarme durante unos días del sometimiento al que, por razones prácticas, me había doblegado y soportaba con resignación.

Así que bajé del altillo mi pequeña maleta de plástico negra con ruedas (de esas que cuestan menos de cincuenta euros en la tienda del chino, las cremalleras de cierre te duran lo que dura el viaje y el escándalo que forman al arrastrarlas por la acera, reclama la atención transeúntes y comerciantes en un radio de como mínimo cien metros). Bajé la maleta ─decía─, y metí lo necesario para pasar una semana fuera de casa. A saber:  el imprescindible cepillo eléctrico Oral-B de mil quinientas revoluciones por minuto; la pasta para encías sensibles y la otra blanqueante que destroza el esmalte; unos cuantos calzoncillos bóxer holgados de los que no marcan paquete, y otros tantos talla M elásticos de los que se ciñen al cuerpo y sí que lo marcan; tres camisas de manga corta estilo hawaiano; tres polos de vivos colores imitación Lacoste; dos pantalones bermudas; mis sandalias Panamá Jack (también de imitación) y unos calcetines blancos de punto por si en algún momento me apetecía hacerme pasar por guiri. “Como eres tan tuyo y en el fondo un cachondo ─ me dije ─, igual te da por montar una performance o intentar ligar vestido de esa guisa imitando acento inglés, francés o alemán”. También cogí un par de bañadores hidrófobos de corte muy juvenil, secado ultra rápido y que me sentaban muy bien; dos toallas y un pareo grande de algodón fino con un mandala estampado en tonos pastel.

En uno de los laterales del neceser, junto al bote de colonia Nenuco, metí las cajas de todas las pastillas que me venía tomando para cada uno de los diferentes trastornos y dolencias de las que era afecto. Por último, con poca convicción mas con algo de esperanza, por si acaso sonaba la flauta y alguna mujer tenía a bien pasar conmigo un ratito agradable, en un bolsillo interior metí un condoncito, (caducado por cierto, pero condoncito al fin y al cabo).

─ Despe, me piro a casa de mi hija ─ le mentí ─. La he llamado esta mañana para saber cómo estaba, y como hace tiempo que no nos vemos me ha sugerido que la fuera a visitar y me quedara unos días. Así tendré tiempo de disfrutar de mi nieta. Le explicaré cuentos, la llevaré al parque,  le compraré chuches y, en fin, haré todas esas cosas que se supone que debe hacer un abuelo. 

─ ¿A casa de Amelia? Bueno, como tú veas. Preferiría que fuéramos los dos ─me mintió ella también─, pero si quieres ir solo no tengo nada que objetar. Te irá bien salir de Barcelona y respirar aire puro. ¿Ya te llevas las pastillas?

─ Todo el cargamento.

─ ¿Las de la tensión?

─ Sí

─ ¿Las del corazón?

─ También.

─ ¿Las de la artrosis?

─ También, también.

− ¿Paracetamol? ¿Ibuprofeno? nunca se sabe…

− Que sí, mujer, que me llevo un montón de pastillas.

─ ¿Y las de dormir? ¿Ya te llevas las de dormir?

─ Y las de despertarme, ¡pesada!

─ Bueno pues hala, arreando que es gerundio. Vete con cuidado al cruzar la calle, y mejor coge un taxi que te deje en la puerta que con los autobuses te haces un lío y nunca coges el que toca. Acuérdate de llamar cuando llegues. Venga, cuídate, adiós, adiós, adiós ─ me iba repitiendo, acompañándome a empujoncitos hasta la puerta de salida mientras me ponía la chaqueta.

Ya en la calle, anduve doscientos metros; doblé a la derecha; me metí en un bar; pedí un sol y sombra doble con hielo con unas patatas fritas, y pasé al baño a cambiarme, para salir a los pocos minutos ataviado con unos bermudas color pistacho y una camisa hawaiana estampada con dibujos de palmeras, tablas de surf de diferentes tamaños y un par de tucanes de enorme pico y colorido plumaje (como viene siendo habitual desde hace milenios, en todos los tucanes que pueblan la redondez de la tierra).

─ ¡Vaya, Nenuco! ─ profirió el camarero cuando me acerqué a la barra − Diga que sí caballero, es la mejor. Cuando se tiene una edad, usar esta colonia parece que le mantenga a uno joven. A mí me traslada a épocas pretéritas; a los tiempos en que se la ponía a mis hijos, y aún más atrás, cuando siendo yo un niño, mi madre me peinaba con aquel esmero y cariño que sólo se reconoce en las madres de antaño. No como las de hoy, que andan todo el día con el móvil en la mano y se desentienden con desmedida frecuencia del aseo, pulcritud y para serle sincero, de la educación de sus hijos. ¡Dónde iremos a parar! –Exclamó contrariado, dirigiendo la mirada hacia el techo como esperando respuesta─. Pero la colonia ahí sigue, oiga. Hay que ver los años que hace que la venden y el éxito que sigue teniendo.

─ La mejor, estamos de acuerdo─ me limité a subrayar bebiéndome el sol y sombra de un trago, mientras con la mano hacía como que escribía en el aire para pedirle la cuenta.

─ Invita la casa, caballero. Aproveche y diviértase que la vida son cuatro días. ¿Se va de vacaciones verdad? Que envidia me da. ¿Es usted separado, divorciado, viudo?

─ Las tres cosas durante los próximos días − le respondí − Y después de agradecerle la invitación con una media reverencia al estilo japonés, salí del bar, paré un taxi, y una vez dentro me preguntó el conductor:

─ Buenas, ¿a dónde vamos?

─ A Cadaqués.

─ ¿A la calle Cadaqués? ¿En el barrio de Sants?

─ No, al pueblo. Cadaqués: Costa Brava.

─ ¿Donde nació Dalí, el escultor?

─ Era pintor y no nació en Cadaqués, pero bueno, hablamos del mismo sitio.

─ ¡Esto le va a costar un pastón!

─ Pues alégrese, taxista, cobrará usted una buena carrera. Pise a fondo que quiero llegar cuanto antes─. Y tal como terminé de decirlo, recosté mi cabeza en el cristal de la ventana y me quedé dormido por efecto de la mezcla de la medicación y el sol y sombra que me había metido entre pecho y espalda.

 Llegados a Cadaqués, despedí el taxi y me alojé en un coqueto hotelito en el centro del pueblo regentado por Astrid y Albert Müller: una pareja de alemanes ya entrados en edad, fanes Dalí, que en un viaje que realizaron a España con la intención de visitar su museo en Figueres, y a ser posible conocer al pintor en persona, se enamoraron del pueblo y decidieron quedarse a vivir. Ella cenceña, algo curvada de hombros, las líneas de expresión muy marcadas y de un moreno subido por la acumulación de horas tomando el sol en la playa. Su media melena canosa, contrastaba con la calva de su marido Albert: fornido, rechoncho y con una barriga cervecera de piel fofa que albergaba una gruesa capa de sebo alrededor de su cintura. Me parecieron entrañables los dos.

Desde mi pequeña habitación con balcón, decorada con gusto exquisito combinando los estilos de una antigua casa de pueblo marinero y la sencillez, funcionalidad y armonía inconfundibles del interiorismo escandinavo, se vislumbraban los techos de teja de las casas del pueblo encaladas, todas, del mismo blanco refulgente. Al fondo, frente al paseo donde desembocaban algunas de las estrechas callejuelas de suelo empedrado, la bahía azul turquesa, salpicada de barcas de recreo con motores fuera borda y laúdes de vela latina, reflejaba el intenso azul del cielo que permanecería invariablemente claro y sereno, desde principios de junio hasta finales de septiembre o mediados de octubre. Era un día perfecto: el sol de primavera no era abrasador; el pueblo aún no estaba en su pleno apogeo turístico y se podía pasear tranquilo, curiosear en las tiendas de artesanía local o sentarse en la terraza de un bar sin necesidad de esperar a que quedara libre una mesa. Y eso es lo que hice en el bar Melitón, ubicado a pie de playa en el mismo paseo.

Pedí otro sol sombra doble con hielo, mi bebida favorita; saqué el blíster  de pastillas para la artrosis, y me zampé dos de golpe con el primer trago del tan burdo como arcaico combinado de brandy y anís mezclado a partes iguales.

Iba ya por el segundo cuando pedí un tercero para llevar: me apetecía pasear, disfrutar de aquel día radiante, y perderme por las calles mezclándome con los turistas que aún no abarrotaban las calles del pueblo.

─ Aquí tiene señor ─ me indicó el camarero dejando el vaso de cartón encima de la mesa ─, serán doce euritos de nada. Ojo que el sol y sombra parece que no, pero cuando te das cuenta ya llevas media taja encima.

 ─Lo sé, lo sé. No pase pena que soy gato viejo y le tengo pillado el tranquillo. El sol y sombra y yo estamos hechos el uno para el otro je, je. Que gran idea, oiga, combinar dos espirituosos tan dispares para obtener un resultado tan equilibrado y lleno de matices como sublime: anís dulce y brandy, el tándem perfecto. Un monumento, un monumento habría que hacerle al que se lo inventó. Además, dicen que va muy bien para la salud; que estimula el sistema nervioso simpático y sube la tensión arterial. Y dicen bien, porque llevo más de cincuenta años tomándolo y mire la cara que hago.

─ De simpático, sí, eso no se lo voy a negar− admitió el camarero.

Pagué mis consumiciones, cogí el vaso, me levanté de la silla y antes de abandonar la terraza del bar, me despedí levantando el puño al más puro estilo bolchevique exclamando: ¡Sol y sombra for ever!”

For ever, for ever, ratificó el camarero mientras recogía la mesa.

Balanceando el brazo para no derramar ni una gota, anduve sorteando transeúntes hasta que llegué a la playa Des Poal, donde me descalcé, me saqué la camisa y me tumbé sobre la arena panza arriba, con los ojos entornados y los brazos tendidos en cruz.

Mientras daba buena cuenta del tercer sol y sombra, me envolvió un suave letargo que fue derivando poco a poco en sopor, luego en modorra, hasta que se convirtió en una profunda sensación de paz que nunca antes había experimentado. Era la armonía completa, apodíctica, la tranquilidad absoluta con banda sonora de mar homogénea, mansa, accesible, depositando rítmicamente, sin prisas, lánguidos pliegues de agua sobre la orilla de arena grisácea repleta de grandes guijarros, de aquella cala modesta, que encajaba como una pieza de puzle en el recodo de las casitas que bordeaban el paseo principal del pueblo.

Me dejé llevar y escuché una vocecita interior que me exhortaba a disfrutar de la soledad deseada. Me decía, que saboreara cada minuto sin pasar por alto un segundo, de aquel momento especial de abandono alejado de mi rutina diaria.

Y mientras mi piel vieja, fina, surcada por los más de ochenta veranos sobreexpuesta a la radiación solar, reaccionaba de nuevo, resignada, a los rayos de principios de la temporada estival, mis pensamientos fueron por libre y resbalaron a cámara lenta en el tiempo muchos años atrás; cuando aún no había cumplido los veinte y creyéndome excelso juzgaba en vez de opinar; cuando tenía como inamovibles conceptos que el paso del tiempo se encargó de refutar, no daba importancia a detalles que sí la tenían y consideraba trascendentes cosas que nunca lo fueron. Cuando estaba convencido de que el rumbo que habría de tomar mi vida sólo de mí dependía, y que hiciera lo que hiciera bien hecho estaría porque a nadie perturbaba.

 Recordé las pocas veces que reconocí mis errores comparado con los muchos que cometí. Rememoré situaciones, momentos, estados de ánimo, y reflexioné sobre lo qué hubiera pasado y dónde estaría si en vez de haber hecho aquello hubiera hecho lo otro; si en vez de dejarme llevar, me hubiera parado a pensar.

Sin proponérmelo, estaba haciendo balance de mi vida.

Cuantifiqué las veces que había sido feliz, durante cuánto tiempo lo fui, y si la suma de todos mis días felices me habían convertido en un hombre feliz. Y me di cuenta que no.

 Emergían en torrente preguntas, dudas e incógnitas que iba archivando una tras otra, metódicamente, para revisarlas después, cuando tuviera la cabeza más clara y la certeza de que las abordaba honestamente, sin autoengaños. Pero había una idea recurrente que planeaba sobre las otras y se me antojó el eslabón perdido que nunca tuve el valor de buscar; el origen de mis interrogantes que a su vez contenía todas las respuestas sintetizadas en una. Esa idea ─me costó reconocerlo─, tenía que ver con la falta de objetivos claros, asumibles, pautados, y también con el inexistente compromiso de llevarlos a cabo. “Siempre te has sentido más cómodo soñando que planificando ─me dije─; esperando a que lleguen las cosas en vez de irlas a buscar y, a la postre, lamentándote por no alcanzar tus objetivos confusos, arguyendo siempre razones externas que justificaran tu impericia, o fracaso, para ser más exactos. Has vivido convencido de que te merecías mucho a cambio de poco. No te has esforzado, tío. No has tomado iniciativas, ni las riendas de tu vida. Nunca.  Eres el rey de los sueños y un experto en posponerlos. Y ahora, chaval, ya no te va a dar tiempo a alcanzarlos”.

“Bienvenido al mundo real, don Tito ─me susurró de nuevo la voz interior─ más vale tarde que nunca”.

Abrí los ojos, cogí el vaso que se sostenía hundido ligeramente en la arena, apuré el último trago aguado por el hielo deshecho, y mastiqué lo poco que quedaba de un cubito que aún se resistía al calor.

 Me levanté, me puse la camisa, y mientras me sacudía la arena de los pies sentado en el murete de piedra que separaba la playa del paseo, sonó en mi móvil el tono que tenía asignado a las llamadas de la Despe: la conocidísima canción “Espinita” de Nico Jiménez Jáuregui, interpretada magistralmente por Albert Hammond, cuyo estribillo reza, “eres como una espinita que se me ha clavado en el corazón, suave que me estás matando, que estás acabando con mi amor”. https://www.youtube.com/watch?v=l7zLUX56h9A

“¡La madre que me parió, que torpeza la mía, me he olvidado de llamarla!” dije en voz alta, dejando caer la cabeza hacia atrás, arrugando el entrecejo y tirando con las dos manos del cuello de mi camisa hacia abajo.

Tenía que reaccionar rápido; pensar algún pretexto creíble para justificar mi olvido, y urdir un plan verosímil que me permitiera quedarme unos días en el pueblo sin que ella sospechara nada. Así que dejé sonar el teléfono hasta que saltó el buzón de voz, e inmediatamente después llamé a Amelia para ponerla al corriente de mi garrafal negligencia y pedirle socorro.

─ Hola papi ¿Qué tal? ¿Todo en orden o ya la has vuelto a liar?

─ Hola hija, ¿puedes hablar?

─ Sí, estoy en el parque con tu nieta Miranda. Ahora mismo está en los columpios y por la cara de felicidad que pone no creo que tenga ninguna intención de bajarse en un buen rato, así que dime, ¿todo bien?

─ Bueno, sí, verás, es que…

─ Uy. A ver, es que qué.

─ No, nada importante, sólo que te quería pedir un pequeño favor.

─ ¿Otro?

─ Hija, cualquiera diría que no hago más que pedirte favores.

─ O sea, que la has liado. Bien, dime papasito ¿qué es lo que tu querida hija puede hacer por ti esta vez? ¿Tengo que volver a mentirle a la Despe?

─ Digamos que para que se quede tranquila y me deje tranquilo, tendríamos que ponernos de acuerdo tú y yo para no contradecirnos y explicarle el mismo cuento chino. Es que le he dicho que me venía unos días a tu casa para estar contigo y Miranda y…

No me dejó terminar:

─ Ah pues por mi encantada. La niña ya ha empezado las vacaciones del cole y estará contenta de verte. Además, me iría de perlas que te la llevaras al parque; tengo recados pendientes y también me apetece quedar algún día con las amigas. No se hable más, te espero a comer y me cuentas esa mentirijilla que te llevas entre manos. Ay papi, cómo eres, no cambiarás nunca.

─ Amelia ─ le dije en tono apocado después de un corto silencio ─, la mentirijilla es que no vendré a tu casa. Estoy en Cadaqués.

─ ¿En Cadaqués? ¿y qué se te ha perdido a ti en Cadaqués?

─ Nada en concreto, pero entre otras cosas, espero encontrar la paz que necesito como agua de mayo. Últimamente la Despe me tiene más agobiado que nunca: que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá. Nada le parece bien y anda todo el día reprochándome cualquier cosa que haga o diga. Es que no para, parece que no tenga nada más que hacer que amargarme la vida.

Desde hacía años, con mi hija Amelia, manteníamos una estrecha relación de complicidad que nos hacía sentir especiales y reforzaba los vínculos consustanciales que siempre han existido entre padres e hijas. Para saber lo que pensábamos no necesitábamos hablar, con una simple mirada teníamos suficiente. Tanta era nuestra compenetración y avenencia, que en multitud de ocasiones, en las circunstancias más variopintas, se sucedían episodios de telepatía que, por recurrentes, ni siquiera nos provocaban sorpresa, sino una sonrisa espontánea que denotaba que a los dos se nos había ocurrido lo mismo en el mismo momento.

Pero no siempre fue así. Al principio, siendo ella una niña, nuestros caracteres chocaban por equivalentes:  si ella era terca y caprichosa yo era obstinado y mandón y cuanto más tozuda se ponía ella, más nervioso me ponía a mí y más me empeñaba en que hiciera lo que yo le mandaba. Era una partida de pin pon sempiterna sin vencedor ni vencido, que sólo se resolvía con el arbitrio de un tercero ─generalmente su madre─ , o el abandono por tedio de uno de los dos contrincantes.

El tiempo, ese modelo matemático que permite ordenar sucesos, ubicar el pasado, proyectar el futuro, que dicen que todo lo cura y además pone en su sitio las cosas, nos convenció de que mantener posiciones enrocadas, no tan solo no nos servía de nada sino que nos perjudicaba a los dos. De manera que poco a poco, de forma gradual y fluida, fuimos modelando nuestra relación, substituyendo la obstinación por una actitud más abierta y comprensiva que comprobamos que nos funcionaba mejor. Ninguno de los dos renunció a su carácter, pero el pragmatismo se impuso y fue el origen a partir del cual prosperó nuestra entrañable relación complementaria.  

─ O sea, que el pendejo de mi padre está pasando unos días de asueto y recreo en un pueblecito turístico de la Costa Brava y quiere que, como viene siendo habitual, su querida hija lo cubra contándole otra de sus intrincadas milongas a su querida mujer. ¿Es correcto?

─ Todo menos lo de querida mujer, pero sí, hazme ese favor, anda, dile a la Despe que estoy en tu casa haciendo de abuelo, que Miranda está encantada conmigo, yo encantado con ella y que me quedaré unos días más─. Silencio. Se hizo un silencio que concluyó Amelia con un resuello, formulándome después las mismas preguntas que me pusieron de los nervios cuando me las hizo la Despe, sólo que en boca de ella sonaban a gloria, porque significaban que una vez más, me sacaba del lío en el que yo mismo me había metido y del que me sería imposible salir sin su ayuda.

─ Te habrás llevado todas tus pastillas, supongo ¿no?

─ Todas hijita querida.

─ Las de la tensión, las del corazón, las de la artrosis…

─ Sí, sí, las llevo todas.

─ Ibuprofeno, paracetamol, nunca se sabe…

─ Joder Amelia ¿tú también? ¡Que sí, que las llevo todas!

─ Bueno pues acuérdate de tómatelas, no vaya a ser que te dé un patatús y se descubra el embuste. Y ojo con el sol y sombra, tunante, que te conozco. ¿Cuántos te has tomado ya?

─ Dos

─ O sea, cinco.  Bueno, da igual, tu verás. Escucha, quédate con la copla que te cuento el plan.

En cuanto cuelgue, te mando un par de fotos de ti y Miranda juntos. Son bastante recientes, os las hice aquel día que estuvimos merendando chocolate a la taza en una granja de la calle Petritxol.

─ Me acuerdo.

─ Bueno, pues te las bajas al móvil, y se las mandas esta tarde a la Despe a eso de las seis para que vea que estás con tu nieta. No se las reenvíes que cantará mucho; guárdatelas primero en el móvil. No estaría de más que le pusieras alguna frase bonita para ablandarla un poco. Algo así como “dulces momentos, tan dulce es mi nieta como el chocolate que se come”-

─ Amelia por dios ¿de verdad le tengo que ponerle esta chorrada?

─ Esta u otra que se te pase por la cabeza, pero mándale las fotos con algún comentario tierno, hombre. Si quieres que te ayude hazme caso. Escucha ─prosiguió─, si te llama esta mañana y te pide que se ponga la peque, dile que no está contigo, que la has acompañado al casal de verano y que hasta la tarde no la vas a recoger. Si te llama por la tarde, le dices que está en casa de una amiguita y si te llama por la noche, que ya está cenada, en la cama y durmiendo. Si me llama a mí, yo le diré lo mismo, ¿estamos?

─ Que grande eres hijita.

─ Calla que no he terminado.

─ Callo que no has terminado.

─ Puedo cubrirte dos días sin que se descubra el embrollo. Más, no. No colaría y la Despe terminaría por saber la verdad. Estate al caso y no te despistes; una palabra de más o cualquier detalle que se te pase por alto es suficiente para que esta arpía te pille. Está en todo y no tiene nada más que hacer que tocarte los cojones desde que se levanta hasta que se acuesta, créeme.

 En dos días te quiero en casa para hacer una video llamada tú, Miranda y yo, con la joya esa de la Despe. Desde luego ─se lamentó─ no has tenido suerte con las mujeres. Una lástima, la verdad, con lo que vales… pero es que chico, no sé cómo te lo montas que siempre terminas con la que menos te conviene. En fin, que le vamos a hacer, es lo que hay.

─ No pases pena hijita mía de mi vida, pasado mañana me planto en tu casa a la hora de cenar y hacemos la videollamada.

─ No me hagas la pelota pajarón ─ me reprendió ─ Anda, disfruta y no te metas en líos. Te dejo que tengo cosas que hacer. Adiós papi cuídate.

─ Adiós hijita, te quiero.

Y tal como Colgué el teléfono, volvieron a sonar las notas del hit parade de Albert Hamond “Espinita” y esta vez descolgué.

─ Hola Despe, antes no te he cogido el teléfono porque me estaba despidiendo de Miranda ─fue lo primero que dije, anticipándome su más que probable reproche─ . La he dejado en el casal y la iré a recoger por la tarde. Todo en orden. Ya estoy instalado en casa de Amelia y hemos hecho planes para los próximos días. Haré de abuelo, que es lo que toca a mi edad y así descargaré un poco a Amelia, que a la pobre no le da la vida entre el trabajo, la casa, la niña y los suegros, que según me ha comentado, tenerlos de vecinos es más un inconveniente que una ventaja.

─ ¿Así que no está contigo la niña? Lástima, me hubiera gustado saludarla.

─ Pues ahora mismo no puede ser, pero pasado mañana, si quieres, hacemos una videollamada y la ves. ¿te parece?

─ ¿Pasado mañana? ¿Y por qué no esta tarde?

─ Despe, Despe. ¿Estás ahí? Fastidio de cobertura 5G, 6G, la batería o qué sé yo lo que le pasa a este móvil ─fingí─ ¿Despe? No te escucho ¿me oyes tú? ¿Despe?… Bueno, eso, que pasado mañana a la noche hacemos una videollamada. Cuídate. Adiós.

Y así, escudándome en los supuestos escollos que la técnica aún no tenía resueltos, fue como en principio, me libraba del control  de la pejiguera, del chinche, de la mosca cojonera de la Despe, que me venía amargando la existencia des de hacía ya años, desde que se levantaba por la mañana hasta que se acostaba de noche. Y si por desgracia alguna noche le costaba dormir, ya me podía calzar.

¡Yeah! Exclamé después de guardarme el móvil, haciendo sendos signos de la victoria con los brazos levantados. Y sin pensármelo dos veces, ligerito, contento y silbando, emprendí marcha de regreso por el paseo marítimo dirección a la terraza del bar Melitón, donde pedí otro sol y sombra más para llevar y también algo para picar (tapita de boquerones en vinagre, unas aceitunas rellenas y una bolsa de ganchitos al queso).

Ya en el hotel, encontré a Albert Müller sentado detrás del mostrador de recepción:

─ Buenos días Albert.

─ Buenas tardes, ya, don Tito ─ me respondió levantando la vista por encima de la pantalla del ordenador─ ¿Ha pasado Vd. Una buena mañana?

─ Sería delito no hacerlo en un entorno como éste. Pero por favor, no me trates de usted, no se aviene con la atmósfera afable que desprende este acogedor hotelito y aún menos con mi talante distendido y asequible. Tito mejor, sin el don.

─ Está bien pues, Tito. ¿En qué te puedo ayudar?

─ Ahora que lo dices, si mañana no sopla mucha tramontana tengo previsto hacer una pequeña caminata por el parque natural del Cap de Creus. Pensaba ir hasta el faro de Cala Nans, pero si me recomiendas otra ruta, acepto sugerencias.

─ Vaya, qué casualidad ─se sorprendió─ Este mismo recorrido hago yo cada mañana para intentar bajar barriga; a la vista está que no lo consigo, pero no cejo en el empeño. Si quieres te acompaño.

─ Pues claro, será un placer. ¿Quedamos aquí mismo, en recepción a las ocho?

─ ¡Hecho! Prepararé unos bocadillos y me llevaré la bota de vino:  que no se diga que el deporte está reñido con el buen comer y el buen beber.

A la mañana siguiente, puntual como un reloj suizo, aguardaba yo en la recepción del hotel ataviado con mis sandalias, mis calcetines blancos de poliéster de media caña, mis bermudas, mi camisa hawaiana y mis gafas de sol progresivas de Alain Afflelou.  Y ya en ruta, de camino hacia el faro, entre trago y trago de vino, Albert me iba contando las numerosas excentricidades que protagonizó Salvador Dalí en Cadaqués y que en buena medida contribuyeron a situar el nombre del pueblo en el mapa.

─ Fue un artista genial ─ me explicaba sin disimular su pasión por el personaje ─ No sólo era el pintor más representativo del surrealismo, sino que él mismo proclamaba a los cuatro vientos que el surrealismo era él. No me negarás que el tío se sabía vender.

─ Totalmente de acuerdo. La gente lo conocía casi más por sus extravagancias que por sus cuadros.

─ En realidad se sentía cómodo representando un papel que le mantenía en la cumbre de la celebridad y de paso le ayudaba a vender cuadros. Un figura, lo que yo te diga. Hubieras flipado con las performances que montaba. Una vez, se hizo construir un huevo enorme de yeso, se metió dentro y simuló su nacimiento rompiendo la cáscara con su bastón y apareciendo con los brazos en alto al grito de ¡surrealismoooo! Vaya crack ja, ja, ja. Tenía una obsesión por los huevos. Decía que representaban la vida prenatal intrauterina, el amor y la esperanza; un galimatías mental, si quieres, pero oye, yo le compro la idea, porque bien mirado, salir del huevo es un ejemplo muy gráfico que simboliza deshacerse del pasado y empezar algo nuevo.

─ Fama de loco sí tenía.

─ De loco nada, Tito, en todo caso extravagante, estrafalario, pero por encima de todo astuto. Dalí, además de ser un pintor extraordinario, era un experto en márquetin. Estaba en permanente campaña promocionando su propia marca. ¿Sabías que fue él quien diseñó el logo de Chupa Chup?

─ Pues no, la verdad.

─ Pues ya lo sabes. Nunca te irás a dormir sin saber algo nuevo ─ y pasándome la mano por encima del hombro, me invitó a disfrutar desde lo alto de un risco junto al camino, de aquel paraje de postal que integraba de un modo exquisito el cielo y el mar; el pueblo en la costa rocosa y una bandada de golondrinas revoloteando alrededor de una barca de pesca artesanal.

─ No me digas que no es precioso, Tito. Esto no es surrealismo, es la realidad más obvia, sin trampa ni cartón. Anda, sácame una foto que la pondré en el perfil de mis redes, el paisaje se lo vale.

Accedí a su petición encendiendo la cámara del móvil y retrocediendo un par de metros buscando el mejor encuadre.

− Colócate un poco más atrás – le indiqué−, que se te vea de cuerpo entero. Ve con cuidado que el suelo es pedregoso y detrás tienes un acantilado de aquí te espero. Un paso en falso y te quedas sin foto.

─ No importa, si me caigo haz la foto igualmente, se verá más paisaje ─ bromeó con más torpeza que acierto ─. ¿Aquí estoy bien?

─ Un pelín más atrás.

─ ¿Aquí? ─ volvió a preguntarme receloso, después de dar un minúsculo paso hacia atrás.

─ Más, un poco más. Aquí, perfecto. Venga sonríe, o di “surrealismo” o pon otra cara, chico, que parece que le esté haciendo la foto a un presidiario antes de que le asignen la celda.

Temeroso de precipitarse al vacío, Albert corrigió con cautela su postura. Se puso de lado, ofreció a la cámara el perfil que le pareció que era el bueno y balbuceó un desmayado “surrealismo” al que yo reaccioné contrariado:

─ Coño, Albert, no me seas moñas. Ponle un poco de alegría, que se note que conociste a Dalí en persona. Grita fuerte “¡surrealismoooo!”. Venga, esa actitud…

Doscientos metros de caída libre vertical, separaban a Albert desde el borde del precipicio hasta el mar. Si resbalaba, no había salvación posible y con toda certeza el piñazo que se pegaría sería lo último que haría en la vida.

Albert calibró el peligro. Echó un vistazo a la base del peñasco donde rompían las olas y resiguió con la mirada el cortante de la roca hasta arriba, donde él se encontraba. Valorada la situación, resolvió que siendo que ya se había hecho a la idea de hacerse la foto, si procedía con suma prudencia, reduciría tanto las probabilidades de despeñarse y matarse, que valía la pena correr aquel el riesgo con tal de regresar de la excursión inmortalizado, mirando al horizonte desde lo alto del acantilado. Entonces inspiró profundamente, puso cara de Dalí abriendo tanto los ojos que parecían dos platos y gritó varias veces a pleno pulmón “Surrealismoooo, surrealismoooo, surrealismoooo”.

− Ojo, Albert, el acantilado – le indiqué mientras iba haciendo fotos, sabedor de que entre todas sólo alguna serviría. Pero Albert, ajeno a mi advertencia, parecía que de pronto había perdido el miedo a la altura o más que el miedo el respeto, porque cada vez más motivado, con los brazos levantados y mirando al cielo, no paraba de vocear una y otra vez cambiando de sitio y postura “surrealismo, surrealismo, surrealismo”. Y cualquiera hubiera dicho que era el mismísimo Dalí el que gritaba, si no hubiera sido porque su físico nada tenía que ver con el del gran pintor ampurdanés.

Lo tenía perfectamente encuadrado: en primer plano, el contorno de su silueta recortaba el contraluz del sol, y de fondo, el interminable horizonte, separaba con precisión cirujana los azules del cielo limpio de nubes y del mar ligeramente rizado, tapizado de olas encogidas de blanca cresta espumosa.

 El último ”surrealismo” que oí antes de que Albert desapareciera por debajo del encuadre, no terminó en “o” sino en “a”. No dijo exactamente “surrealismoooo” sino “surrealismohooostiaaaaa”, alargando la última “a” que se oía cada vez más lejana, más débil, hasta volverse inaudible. Tan inaudible, que di por sentado que aquella “a” prolongada, era lo último que el oriundo alemán había pronunciado en su vida.

Extremando las precauciones, más por ver dónde había caído el cuerpo, cómo de espachurrado había quedado y de qué manera se las arreglarían los bomberos para recuperar el cadáver, asomé la cabeza por el borde del precipicio, y cuál no fue mi sorpresa al ver al tipo con las piernas colgando, agarrado a las ramas de un escuálido pino que crecía con dificultad en una hendidura de la pared de la roca, cosa relativamente frecuente en la costa Brava catalana: no que se despeñen alemanes y se agarren a un pino, sino que haya pinos que germinen y crezcan hincando sus raíces en alguna de las grietas de la escarpada costa del litoral catalán. La Costa Brava es muy bonita. Si viajan a Cataluña no dejen de visitarla, merece la pena.

− Albert ¿estás bien? − le grité desde arriba, juntando las manos alrededor de la boca a modo de bocina.

Contrariamente a lo que cabía esperar, Albert respondió sereno a mi pregunta:

− Pues mira, Tito, no sabría yo cómo explicarte, es una sensación nueva para mí.  Te cuento: me he caído un sinfín de veces en la vida por múltiples causas y con consecuencias generalmente acordes a la magnitud de los porrazos que me he pegado: desde pequeños rasguños, algún tobillo torcido y en una ocasión hasta me rompí el peroné. Nada grave de lo que no me haya recuperado, como bien puedes observar. Pero la hostia que me acabo de pegar ─y eso que aún estoy a media caída─ supera con creces todas las anteriores. Decirte también que ahora mismo, que esté bien, mal, mejor o peor, no es mi principal preocupación ni debería ser la tuya. Lo que quiero es que alguien me saque de aquí cuanto antes porque si de mi depende lo tengo muy negro. Así que déjate de formalismos y céntrate en buscar ayuda a la mayor brevedad posible. ¡Apúrate por dios, que la situación es crítica!

La petición de Albert, dadas las circunstancias extremas en las que el pobre se encontraba, me pareció de lo más razonable. De manera que procurando mantener la misma calma de la que él había hecho gala a pesar del desafortunado traspié, le pregunté si sabía cuál era el número de emergencias.

─ El 112, Tito, pero llama rápido, que tengo las manos entumecidas y el pino éste se está desprendiendo – me exhortó aún sereno, aunque visiblemente angustiado.

─ Tranquilo, todo irá bien. ─ intenté animarle ─ En cuanto dé el aviso te rescatarán en un periquete y al mediodía estaremos comiendo paella en la terraza de un restaurante, ya verás. Sabes, la vida está llena de claros y oscuros, altos y bajos; situaciones inesperadas en las que uno se encuentra atrapado, pero que al final se resuelven como por arte de magia.

− ¿Y tú sabes hacer magia?

− Aguanta, Albert, ten fe. Siempre hay luz al final del túnel. Comprendo cómo te sientes, pero superarás este trance, créeme.

─ ¡Me cago mil veces en la madre que te parió, Tito! ─ me reprendió esta vez a gritos ─ Llama a los bomberos de una puñetera vez y déjate de luces al final del túnel. No estoy en ningún túnel. Me aguanto de milagro, agarrado a las ramas del único pino que hay en un acantilado de no sé cuántos metros, y si alguien no viene a rescatarme ahora mismo, me desplomaré como un pelele y no viviré para contarlo. Y la culpa será tuya por no haber pedido ayuda a tiempo, Tito de los cojones. ¡sácame de aquí ahora mismo!

─ Chico vaya carácter ─ me defendí ─ yo sólo quería animarte, hacerte llevaderos los últimos instantes de tu vida insuflándote falsas expectativas. Es el protocolo que hay que seguir, lo aprendí en un cursillo que hice en la Cruz Roja de joven. Nos explicaron, que cuando ya no hay esperanzas de rescatar con vida a la víctima de una catástrofe o de una fatalidad fortuita −como es tu caso −, lo mejor que se puede hacer es darle conversación y reconfortarla en la medida que uno pueda hasta que la espiche. Es una cuestión de caridad humana, simplemente.

─ ¿Vas a llamar a los bomberos o no? Por saber…─ me preguntó resignado.

─ Para serte franco de poco va a servir ─ respondí ─. Mientras llamo al 112; descuelgan el teléfono; explico lo que ha pasado; me pasan con el departamento de accidentes absurdos; se deciden a venir; preparan las cosas y se presentan aquí, tú y éste enclenque pinito ya habréis sucumbido y andaréis flotando ahí abajo al albur de las corrientes marinas. Pero oye, que yo haré lo que me digas. Eres tú el desventurado y a ti de corresponde decidir.

Poco a poco el pino iba cediendo al peso de Albert. Se desprendían pedruscos de roca acompañados de arena, que iban ensanchando la grieta dejando al descubierto las raíces del árbol cada vez más destrabadas, más sueltas.

─ ¿Entonces qué propones, Tito? ─ me volvió a preguntar, rendido, con un hilo de voz y los ojos llorosos.

─ Lo suyo sería redactar un documento de últimas voluntades, pero como no tengo ni papel ni boli, te grabaré con el móvil. No sé si esto tendrá valor legal, pero sentimental seguro. Podrías despedirte de los tuyos, decirles que los quieres y dales algún consejo que otro. No sé, sincérate, ahora es el momento. Háblales de los errores que cometiste en vida y diles que no los repitan; o de lo que te ha quedado por hacer y nunca hiciste por las razones que fueran. Diles aquello que siempre te callaste, por ejemplo, y que estaría bien que supieran. Haz alguna confesión, yo qué sé… Suena a tópico, pero seguro que tus allegados valorarán el detalle. Anda, concéntrate, a ver qué se te ocurre. Espabila que el arbolito está cada vez más suelto. Estoy grabando eh…

─ Venga, pues ahí va mi testamento ─ anunció ─ Y mirando a cámara, asomando la cabeza entre las manos asidas a la delgadas ramas del pino, soltó un discurso que duró unos minutos y empezó y terminó de la siguiente manera:

 “Queridos familiares y amigos:

Quién me iba a decir a mi esta mañana, cuando he salido a caminar con el memo éste que me está grabando con el móvil…”

− Oye, no te pases, un respeto – le reproché.

− Perdón.

− No pasa nada, sigue. Ya lo editaré.

− Vale.

“Quién me iba a decir – continuó – que al dar mi paseo matinal por los alrededores de este adorable pueblo que tanto amo y amaré hasta el día de mi muerte (que es hoy), que mis últimas palabras antes de traspasar las tendría que pronunciar colgado de las ramas de un pino.

 Sí, queridos, esto es una despedida. Muy a mi pesar pero es mi despedida.”

Hizo una pausa y, jadeante, alargó una pierna hasta que logró meter la punta del zapato en un pequeño entrante de la roca. Después, reprendió el alegato:

“Antes de continuar, quiero que sepáis que la singular escenografía desde la que os hablo, no ha sido dispuesta para la ocasión ni mucho menos escogida a la ligera, sino que es fruto de un desafortunado percance que el destino me tenía preparado y del que no me he podido zafar.

Como comprenderéis, hubiera preferido abandonar este mundo de forma menos aparatosa y, en su lugar, hacerlo de un modo más confortable. No sé, quizás en casa, acostado en la cama rodeado de los míos, esperando apacible el último suspiro que me transportara a ese etéreo remanso de paz, donde tarde o temprano nos encontraremos y en el que todos tenemos un lugar reservado. Pero las circunstancias son las que son y uno se las apaña como buenamente puede”.

− Que inspirado Albert. Sigue, sigue que vas bien – le alenté.

“Motivos tengo de sobra para lamentarme de muchas cosas −prosiguió el alemán−, pero ¿qué sentido tendría hacerlo estando a las puertas de la muerte? Ninguno, puesto que los lamentos no cambian las circunstancias y aunque así fuera, de nada me serviría ya. Además, no quiero que recordéis este parlamento como el último discurso de un quejumbroso, sino de un hombre valeroso, cabal y por encima de todo digno: la misma dignidad que os exhorto a que mantengáis vosotros hasta el día que palméis, pues es virtud muy preciada e imprescindible para dar buena imagen, y ya sabéis que en los tiempos que corren la imagen es muy importante.”

Otras tantas piedras volvieron a desprenderse de la grieta y el pino cedió unos centímetros más antes de que Albert siguiera disertando:

“Si en su día no lo hice por exceso de amor propio, vanidad o a lo mejor por olvido, aprovecho éste trascendental momento para pedir perdón a todo aquel que ofendí, laceré o perjudiqué de alguna manera, sabiéndolo y aún sin saberlo: el desconocimiento no exime y no pienso abandonar este mundo sin la conciencia tranquila.  Pero como el perdón no tan solo se pide sino que también se concede, tampoco quiero dejar pasar la ocasión para perdonar a todo aquel que me agravió, hirió o me hizo alguna que otra putadita. Duerman tranquilos, queridos; aquí paz y después gloria.”

Impresionado por la entereza de Albert, conmovido por su emotivo discurso, pensé que sería una lástima que no le diera tiempo a concluirlo de forma brillante, como tenía todos los bisos de ser. Así que con la sola pretensión de ayudarlo, lo puse sobre aviso diciéndole:

─ Enternecedor, Albert, eres un sentimental, pero tendrías que ir acabando porque el pino se va a soltar de un momento a otro.

─ Tienes razón, Tito, gracias. Voy terminando.

“A mi mujer Ingrid y a mis hijos Erika y Ernest:

Os quiero como nunca he querido a nadie. A vuestro lado he vivido momentos maravillosos. Pero también otros para olvidar que sin vuestro incondicional apoyo nunca hubiera superado. Ha sido un placer recorrer juntos el camino. Me habéis hecho muy feliz. Gracias, gracias, gracias.

 En el cajón de mi mesita de noche encontraréis mi testamento.  Es una fotocopia y a efectos legales no vale; el original lo tienen en la notaría Sáenz Garcés, la que está al lado del ayuntamiento. Echadle un vistazo y así os vais haciendo a la idea de cómo quedan las cosas. Pero si me permitís un consejo, vended y repartiros el dinero, así iréis un poco más holgados y me recordaréis con algo más de cariño, si cabe (y perdonadme la osadía).

Para finalizar, por lo que respecta al entierro, no quiero una ceremonia pomposa; preferiría algo sencillo, escueto: nada de homilías, música clásica ni peroratas que susciten la lágrima fácil. Sólo cuatro palabrejas, unas copas a mi salud y punto. Eso sí, tengo un caprichito: me gustaría que le dierais a la sala de velatorio un aire daliniano. Podríais colocar algunos huevos de diferente tamaño alrededor de mi féretro, o colgar de la pared una reproducción de alguno de sus cuadros. “La persistencia de la memoria”, por ejemplo. Es el de los relojes doblados que simbolizan la fugacidad del tiempo, la memoria que se derrite. Sí, eso le dará a mi sepelio un aire de…”

Augurando el final inminente, de la grieta se desprendieron unos cuantos pedruscos más y las raíces del pino cedieron definitivamente. El pobre Albert, tuvo el tiempo justo para concluir su discurso pronunciando un último “surrealismoooo” mientras se desplomaba al vacío con el pino en la mano, rebotando una y otra vez contra los salientes de la roca, hasta quedarse inerte flotando en el mar con la cabeza reventada.

 Solemne, sensacional, pensé. Y después de apagar la cámara del móvil, repetí en voz baja sus últimas palabras, como si al hacerlo estuviera confirmando que se cumpliría su último deseo; su caprichito como él había dicho. “Eso le dará a mi sepelio un aire de Surrealismo”. Genial, sencillamente genial”

Y sucedió seguidamente, que de la misma manera que cuando Albert estaba al borde de la muerte deseché llamar a emergencias por considerar que no valía la pena, tampoco me pareció prioritario después del desafortunado accidente, llamar a la policía para dar parte de lo ocurrido.

Ingrid tenía que ser la primera en enterarse de lo que había pasado. Comunicárselo personalmente, no tan solo constituía un acto de consideración y respeto para con ella, sino además una obligación ineludible que debería cumplir cuanto antes si no quería que se enterara de la desgracia por terceras personas. Así que di media vuelta, y mientras deshacía mis pasos de regreso al hotel, me puse a pensar cuál sería la forma menos traumática de notificarle el fatídico suceso.

Anduve dándole vueltas y más vueltas, hasta que llegué a la conclusión de que lo mejor sería empezar por el principio, no escatimar detalles y referirle los pormenores del suceso dosificados, dejando que poco a poco asimilara el relato hasta deducir por sí misma el final.

Y sí, esa era mi idea hasta que en el hall del hotel, cuando después de los saludos preceptivos y a la pregunta de “¿Cómo es que Albert no viene contigo?”, me puse nervioso y le solté a Ingrid lo primero que se me pasó por la cabeza, que fue:

─ Pues mira, tú, tengo dos noticias que darte: una te va a gustar y la otra no tanto. ¿Por cuál prefieres que empiece?

─ ¿Vaya, ha ocurrido algo?─ Me preguntó, desoyendo mi solicitud anterior.

─ Muchas cosas, Ingrid, y entre ellas dos sucesos de capital importancia, que te afectan directamente y deseo anunciarte en persona. Dime, por cuál quieres que empiece ¿por el bueno o por el malo?

─ Pues por el malo, a ver…

─ Sea pues ─. Y haciendo gala del poco tacto que me caracterizó durante toda mi vida, empecé de la peor manera que supe y que Ingrid se merecía:

─ Nada, chica, que Albert no vendrá a comer, ni a cenar, ni tampoco a dormir.

─ ¿Y eso? ¿le ha surgido algún contratiempo?¿Por qué no me ha llamado para decírmelo?

─ Esto… verás, pues mira, es que ha sufrido un lamentable accidente y él solito se ha matado. Ha sido todo muy rápido. Cuando me he querido dar cuenta ya no he podido hacer nada para evitarlo.

─ Vaya, que contrariedad. ─ manifestó Ingrid, con una expresión a medio camino entre el desconcierto y el asombro.

─ Pues sí, ya ves, cosas que pasan cuando uno menos se lo espera ─quise consolarla yo, aunque intuí que no lo necesitaba.

─ Claro, claro, lo que pasa es que una nunca está preparada para recibir estas noticias. Y menos así, tan de sopetón. Por cierto, ¿Ha sufrido?

Me sorprendió su actitud: no se sobresaltó, ni mostró consternación, ni tampoco se echó a llorar a mis brazos, ni mucho menos puso cara de pena. Era como si más que afectarle la muerte repentina de su marido, le importunara que no viniera a comer ni a dormir. Me pareció que encajaba la noticia de forma serena, muy natural, a la ligera casi diría u orgánica, como a algunos gusta decir hoy en día. Y a mí, que siempre fui hombre de no andarme con rodeos, ya me fue bien su aparente indiferencia para continuar con el suceso sin necesidad de circunloquios. Así que seguí contándole lo que había pasado, con la misma espontaneidad con la que había empezado.

─ No tan sólo no ha sufrido, Ingrid ─y ahí va la buena noticia─, sino que ha tenido la muerte más digna que jamás haya tenido el propietario de un hotel.

─ Y dime ¿cómo ha muerto? ─se interesó.

─ Ha resbalado.

─ Pues no veo yo que esta sea una muerte muy digna…

─ Verás, íbamos tan tranquilos charlando camino del faro, cuando más o menos a mitad del trayecto, me ha sugerido que subiéramos a lo alto de un promontorio para disfrutar de las vistas. “Anda, hazme una foto, Tito, que hace un día muy bonito y el paisaje se lo vale”, me ha dicho.

 Y sí, en efecto, las vistas eran excelentes. Pero la verdad es que me ha entrado un poco de canguelo, porque estábamos justo al filo de un precipicio muy alto ya mí las alturas no me hacen mucha gracia. Que digo yo un precipicio, un abismo, un acantilado sólo apto para que aniden las águilas, o al alcance de escaladores chiflados.

─ ¿Y le has hecho la foto?

─ Varias. Mientras él posaba yo iba disparando. No te creas que no le he avisado del peligro: que si ojo con el acantilado, Albert, que te puedes caer. Que si cuidado que el suelo es resbaladizo…

─ Y ha resbalado ¿no?

─ Pues sí. De repente me ha desaparecido del encuadre y me he temido lo peor. Entonces me he acercado al precipicio y al asomar la cabeza…

─ No sigas, Tito, no quiero saber más.

─ Ingrid, tienes que escucharme hasta el final ─le advertí─,  lo que viene ahora es importante. Antes de morir ha dejado un mensaje.

─ ¿Escrito? ¿Te lo ha dado a ti? ¿Te ha dicho que me lo digas? ¿Entonces no ha sido un accidente?

─ Sí que lo ha sido: al precipitarse, ha tenido la suerte de poder agarrarse a las ramas de un pino. Aun así, la situación, más que crítica era insalvable; el pino no tardaría en desprenderse y por más que se apresuraran los bomberos o quien fuera que viniera a rescatarlo, no llegarían a tiempo de salvarle la vida. Así que conscientes del drama, hemos convenido que lo más acertado sería aprovechar sus últimos minutos de vida, para despedirse de los más allegados de la forma que él creyera conveniente.

─ Muy propio de Albert. Como buen alemán siempre fue una persona muy racional.

─ Y de una sangre fría admirable ─ apostillé─. Lo conocí poco, pero el tiempo suficiente como para reparar en su parte más sensible. Sus últimas palabras, Ingrid, fueron para despedirse de ti y de vuestros dos hijos. No me digas que esto no es bonito. Lo grabé todo con el móvil. Si me das tu número de teléfono te paso el vídeo por whatsapp. Mientras te lo miras yo voy recogiendo mis cosas porque, la verdad, esta adversidad cambia de arriba abajo mis planes y ahora mismo, como comprenderás, lo único que quiero es largarme de aquí cuanto antes. No te lo tomes a mal, no es nada personal. ¿Llamas tú a la policía?

Metí las cosas en la maleta y me marché sin despedirme por la puerta de atrás. Si me apuraba, aún llegaría a tiempo a coger el autobús de las doce. Sabía que tarde o temprano tendría que declarar ante la policía, o tal vez en el juzgado, quién sabe…Pero tiempo habría para ello, y en cualquier caso, cuando irremediablemente llegara el momento, ya se encargarían de hacérmelo saber. Por el momento, sólo quería marcharme de allí. No huir, sino distanciarme aunque sólo fuera por un corto periodo de tiempo, de todo cuanto había acontecido aquella mañana.

Al pasar por delante del bar Melitón, pedí un sol y sombra con hielo para llevar y llegué justo a tiempo a la estación para comprar un billete y largarme en el autobús de las doce sentado en los asientos de atrás.

Lógicamente mi cabeza bullía. Me costaba desconectar y se mezclaban en mi mente las imágenes de Albert cayendo al vacío, con las del momento en que le informaba a Ingrid de la tragedia.

Me seguía extrañando su actitud. Me preguntaba el porqué de su aparente indiferencia, del conformismo con que encajó la noticia como si fuera el curso natural de un proceso; algo que ya se esperaba.

“El paso del tiempo genera inercias y las inercias arraigos que atrapan. Nos acostumbramos a todo.  Nada va del todo bien, pero tampoco mal del todo, y así,  van pasando las semanas, los meses e incluso los años sin que cambien las cosas. No es que no sucedan cosas; es que siempre son las mismas. Igual que una noria, que por más vueltas que dé siempre está en el mismo sitio. Eso es lo que le pasa a Ingrid, creo,  como pasa a muchas otras personas y también me pasa a mí. Es por miedo a la incertidumbre, por pereza o tal vez por abulia, que rehuimos el cambio evitando tomar decisiones rotundas.

Pero de repente nos levantamos un día, y por alguna razón en concreto o por la suma de varias, nos damos cuenta de que el paisaje ha cambiado. A lo mejor ya había cambiado, pero nosotros nos damos cuenta aquel día.

 Seguramente, el paisaje Ingrid ya hacía mucho que había cambiado. Por eso no le ha afectado la muerte de Albert, creo, por eso no la ha vivido como una tragedia,  sino como un golpe de suerte, que le allanaba el camino para dar el siguiente paso adelante: el que nunca se aventuró a dar, conviviendo con él.

Al llegar a Barcelona, dos Mossos de Esquadra me esperaban en la estación del Norte. Después de identificarme, me invitaron a subir al coche patrulla y a acompañarlos a comisaría para tomarme declaración.

Respondí a sus preguntas con todo lujo de detalles y dos horas más tarde me dejaron libre sin cargos, con la sola recomendación de que estuviera localizable por si me necesitaban más adelante.

 ─ Culpa, culpa, lo que se dice culpa, ya vemos que no la ha tenido usted ─me dijo el sargento─. Podríamos detenerlo por omisión de socorro o abandono del lugar del accidente, por ejemplo, aunque después del examen visual del sitio en cuestión, lleva usted razón en que poco o nada ha podido hacer por la víctima. Eso sí, si se abre una investigación y el juez lo determina, habrá que proceder a la reconstrucción de los hechos y necesitaremos su colaboración. Pónganoslo fácil; esté localizable. Pero antes de marcharse y a modo estrictamente personal ─ continuó─, permítame una recomendación: si alguna vez le volviera a ocurrir algo semejante ─dios no lo quiera─, haga usted el favor de no marcharse a la francesa del lugar de los hechos. Avísenos, que para eso estamos. El cuerpo de Mossos d’Esquadra dispone de agentes experimentados que saben de sobra cómo actuar en casos como este; no como usted, caballero, que según tengo entendido, sólo le ha faltado ponerse a bailar claqué cuando le informaba a la viuda la muerte de su esposo. Hay que ver el poco tacto que tiene…pero en fin, la grosería no es delito y cada cual se expresa según su magisterio.

─ ¿Puedo marcharme ya agente? Es que me está entrando hambre. Ahora mismo se me antoja un bocadillo de lomo con queso.

─ Váyase, váyase y tómese también un sol y sombra a mi salud.

─ Uy ¿Y usted cómo sabe que me gusta el sol y sombra?

─ Porqué soy policía. Ande, vaya con dios.

Salí a la calle tirando de mi maleta de plástico negra con ruedas, y anduve un buen rato sin rumbo fijo preguntándome por qué sólo me pasaban estas cosas a mí; por qué siempre se me torcían los planes, y si existiría alguna fórmula mágica o remedio prodigioso, capaz de eliminar el virus del gafe de manera concluyente.

Me senté en la terraza de un bar y pedí el bocadillo de lomo con queso y una cerveza. “A ver si va a ser el sol y sombra lo que me trae mala suerte”, me dije.

Consulté los horarios de los autobuses para Sant Pere de Ribes y llamé a Amelia para avisarla de que llegaría por la tarde:

─ Creía que llegabas mañana, papasito ¿cómo es que vienes esta tarde?

─ No te lo vas a creer, Amelia.

─ De ti me lo creo todo, pero luego me cuentas. Sabes…cuando le he dicho a Miranda que vendrías, se ha puesto a dar saltos de alegría. Dice que se lo pasa muy bien contigo, te quiere mucho .

─ Y yo a ella. Y a ti, ya lo sabes.

─ Y yo a ti y tú también lo sabes, papi. Pero bueno, dejémonos de sentimentalismos… Te preparo la habitación que da al parque que es más luminosa, y cuando llegues nos llevamos a Miranda a merendar. ¿Hace?

─ Hace.

Las palabras de Amelia me llegaron al alma, me abrieron la mente y me demostraron que no era cierto que me perseguía la mala suerte. “Tendré la misma suerte que todos ─pensé─: buena y mala, y mejor o peor dependiendo de cómo se mire. Mala suerte es la de Albert, eso sí que es mala suerte. Yo no me puedo quejar; no debería quejarme. ¿O no es una suerte tener una hija como Amelia y una nieta como Miranda? Ese vaso, Tito, ese vaso, que no está medio vacío, que está medio lleno”.

Terminé mi cerveza, pagué y me fui deseoso de ver a mi hija y mi nieta. Y también convencido, de la razón que tenía don Ramón de Campoamor cuando decía que “todo es según el color, del cristal con que se mira”. La primera parte la obvié; la que habla del mundo traidor y de que nada es verdad ni es mentira.

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